QUE EL ÁNGEL DE LA JIRIBILLA LOS ACOMPAÑE.

martes, 20 de septiembre de 2011

BOHEMIA Y MIGUEL ÁNGEL QUEVEDO

Miguel Ángel Quevedo fue editor y propietario de la Revista Bohemia,uno de los semanarios de noticias más populares en sus días en Cuba y América Latina, conocida por su periodismo político y sus editoriales.

La Revista Bohemia se convirtió en la principal voz de la oposición de la administración de Carlos Prio Socarras y apoyó la insurrección y la revolución en contra del régimen de Fulgencio Batista. El 26 de Julio de 1958 la revista publicó el manifiesto de la Sierra Maestra, un documento cuyo propósito fue la unificación de los grupos contrarios y opositores que combatían el régimen de Batista. El 11 de Enero de 1959, la tirada del primer número edición especial de Bohemia después de la revolución fue de un millón de copias y fue vendida en pocas horas.

Tiempo después, Quevedo deja Cuba exiliándose en Miami. Es ahí donde, en Agosto de 1969, se suicida, dejando una carta a uno de sus colaboradores, el periodista Ernesto Montaner, en la cual hacia saber su posición con respecto a supuestos errores cometidos en perjuicio de Cuba, que culminaron con el triunfo de Fidel Castro.

Esta es la carta, considerada como su testamento político.

Sr. Ernesto Montaner
Miami,
Florida

12 de agosto de 1969

Querido Ernesto:

Cuando recibas esta carta ya te habrás enterado por la radio de la noticia de mi muerte. Ya me habré suicidado —¡al fin!— sin que nadie pudiera impedírmelo, como me lo impidieron tú y Agustín Alles el 21 de enero de 1965.

Sé que después de muerto llevarán sobre mi tumba montañas de inculpaciones. Que querrán presentarme como «el único culpable» de la desgracia de Cuba. Y no niego mis errores ni mi culpabilidad; lo que sí niego es que fuera «el único culpable». Culpables fuimos todos, en mayor o menor grado de responsabilidad.

Culpables fuimos todos. Los periodistas que llenaban mi mesa de artículos demoledores, arremetiendo contra todos los gobernantes. Buscadores de aplausos que, por satisfacer el morbo infecundo y brutal de la multitud, por sentirse halagados por la aprobación de la plebe. vestían el odioso uniforme que no se quitaban nunca. No importa quien fuera el presidente. Ni las cosas buenas que estuviese realizando a favor de Cuba. Había que atacarlos, y había que destruirlos. El mismo pueblo que los elegía, pedía a gritos sus cabezas en la plaza pública. El pueblo también fue culpable. El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que quería a Chibás. El pueblo que aplaudía a Pardo Llada. El pueblo que compraba Bohemia, porque Bohemia era vocero de ese pueblo. El pueblo que acompañó a Fidel desde Oriente hasta el campamento de Columbia.

Fidel no es más que el resultado del estallido de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos o por malvados, somos culpables de que llegara al poder. Los periodistas que conociendo la hoja de Fidel, su participación en el Bogotazo Comunista, el asesinato de Manolo Castro y su conducta gansteril en la Universidad de la Habana, pedíamos una amnistía para él y sus cómplices en el asalto al Cuartel Moncada, cuando se encontraba en prisión.

Fue culpable el Congreso que aprobó la Ley de Amnistía. Los comentaristas de radio y televisión que la colmaron de elogios. Y la chusma que la aplaudió delirantemente en las graderías del Congreso de la República.

Bohemia no era más que un eco de la calle. Aquella calle contaminada por el odio que aplaudió a Bohemia cuando inventó «los veinte mil muertos». Invención diabólica del dipsómano Enriquito de la Osa, que sabía que Bohemia era un eco de la calle, pero que también la calle se hacía eco de lo que publicaba Bohemia.

Fueron culpables los millonarios que llenaron de dinero a Fidel para que derribara al régimen. Los miles de traidores que se vendieron al barbudo criminal. Y los que se ocuparon más del contrabando y del robo que de las acciones de la Sierra Maestra. Fueron culpables los curas de sotanas rojas que mandaban a los jóvenes para la Sierra a servir a Castro y sus guerrilleros. Y el clero, oficialmente, que respaldaba a la revolución comunista con aquellas pastorales encendidas, conminando al Gobierno a entregar el poder.

Fue culpable Estados Unidos de América, que incautó las armas destinadas a las fuerzas armadas de Cuba en su lucha contra los guerrilleros.

Y fue culpable el State Department, que respaldó la conjura internacional dirigida por los comunistas para adueñarse de Cuba.

Fueron culpables el Gobierno y su oposición, cuando el diálogo cívico, por no ceder y llegar a un acuerdo decoroso, pacífico y patriótico. Los infiltrados por Fidel en aquella gestión para sabotearla y hacerla fracasar como lo hicieron.

Fueron culpables los políticos abstencionistas, que cerraron las puertas a todos los cambios electoralistas. Y los periódicos que como Bohemia, le hicieron el juego a los abstencionistas, negándose a publicar nada relacionado con aquellas elecciones.

Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión. Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores. Claro, que nos faltaba por aprender la lección increíble y amarga: que los más «virtuosos» y los más «honrados» eran los pobres.

Muero asqueado. Solo. Proscrito. Desterrado. Y traicionado y abandonado por amigos a quienes brindé generosamente mi apoyo moral y económico en días muy difíciles. Como Rómulo Betancourt, Figueres, Muñoz Marín. Los titanes de esa «Izquierda Democrática» que tan poco tiene de «democrática» y tanto de «izquierda». Todos deshumanizados y fríos me abandonaron en la caída. Cuando se convencieron de que yo era anticomunista, me demostraron que ellos eran antiquevedistas. Son los presuntos fundadores del Tercer Mundo. El mundo de Mao Tse Tung.

Ojalá mi muerte sea fecunda. Y obligue a la meditación. Para que los que pueden aprendan la lección. Y los periódicos y los periodistas no vuelvan a decir jamás lo que las turbas incultas y desenfrenadas quieran que ellos digan. Para que la prensa no sea más un eco de la calle, sino un faro de orientación para esa propia calle. Para que los millonarios no den más sus dineros a quienes después los despojan de todo. Para que los anunciantes no llenen de poderío con sus anuncios a publicaciones tendenciosas, sembradoras de odio y de infamia, capaces de destruir hasta la integridad física y moral de una nación, o de un destierro. Y para que el pueblo recapacite y repudie esos voceros de odio, cuyas frutas hemos visto que no podían ser más amargas.

Fuimos un pueblo cegado por el odio. Y todos éramos víctimas de esa ceguera. Nuestros pecados pesaron más que nuestras virtudes. Nos olvidamos de Nuñez de Arce cuando dijo:

Cuando un pueblo olvida sus virtudes, lleva en sus propios vicios su tirano.

Adiós. Éste es mi último adiós. Y dile a todos mis compatriotas que yo perdono con los brazos en cruz sobre mi pecho, para que me perdonen todo el mal que he hecho.

Miguel Ángel Quevedo

martes, 6 de septiembre de 2011

CON SILVIO O SIN SILVIO

No puedo negarlo: yo era de las que iba a los conciertos de Silvio y Pablo a toda hora. Gritaba, cantaba, vociferaba, brincaba. Siempre me gustaron más las canciones de Silvio porque en sus letras hay poesía. Recuerdo que Alina, mi vecina, adoraba a Pablo y varias veces la acompañé a sus conciertos. Poco a poco el hombre, Silvio Rodríguez, se me reveló en sus impertinencias, groserías y discursos dobles. Para mí, hace mucho tiempo, el hombre Silvio dejó de existir. Pero el poeta que sobrevive en la mayoría de sus canciones –el poeta no panfletario, conste- me sigue estremeciendo. Si me tengo que quedar con un Silvio Rodríguez imperecedero será, hoy y siempre, con el poeta magnífico que escribió Ángel para un final... mi canción.

Silvio Rodríguez, la doble moral y la libertad afectiva
POR: CARLOS ALBERTO MONTANER
TOMADO DE: http://www.penultimosdias.com/2011/09/06/silvio-rodriguez-la-doble-moral-y-la-libertad-afectiva/

Silvio Rodríguez acaba de desempolvar en su blog una vieja carta pública que él y Pablo Milanés me enviaron hace más de un cuarto de siglo. Yo los había invitado, también públicamente, a que se quedaran exiliados y denunciaran la dictadura, dadas las dudas y las críticas que ambos tenían del régimen. Pensaba más en Silvio que en Pablo —con quien nunca había cruzado palabra—, debido a que, poco antes, en Madrid, había cenado con Silvio en casa de un amigo común.
En la cena, que transcurrió de manera muy agradable, Silvio presentó una imagen de persona dialogante, deseosa de cambios que le pusieran fin a la división de los cubanos, y, aunque sin estridencias, se quejó de los peores aspectos de la dictadura. Esa noche percibí que el cantautor, en realidad, no creía en el gobierno que solía defender, y me pareció que era un prisionero de la doble moral que devasta psicológicamente a tantos cubanos atrapados en una penosa disonancia entre lo que creen, lo que dicen y lo que hacen. Esa lacerante ambivalencia que intuí luego me la confirmaron algunos de sus más íntimos amigos y amigas.
¿Por qué Silvio retoma hoy su vieja carta? Tal vez, no lo sé con certeza, para cerrar el reciente cruce de correspondencia que tuvo conmigo y complacer a la policía política, que no quedó muy satisfecha con este intercambio epistolar con “el enemigo”. Pero también sospecho que lo hace como una forma de distanciarse de la postura de Pablo Milanés, a quien indirectamente le reprocha su fugaz, pero amable encuentro conmigo, y como una forma de rechazo al deseo manifestado por el autor de Yolanda de propiciar la reconciliación de los cubanos sin renunciar a sus convicciones revolucionarias, patente durante su concierto en Miami. La estrategia de la dictadura, que es hoy la de Silvio, es mantener la crispación y el odio como una forma de legitimar los peores aspectos de la represión.
En efecto, en el guión escrito por la Seguridad cubana, las Damas de Blanco no son unas señoras dignas que recorren las calles pidiendo el respeto por los derechos humanos en medio de un coro de insultos y empellones orquestado por la policía política, sino asalariadas de Washington que cobran por sembrar la discordia en medio de una sociedad que les da su merecido, ejemplarmente unánime en el respaldo al gobierno. Los exiliados no son demócratas que quisieran una transición pacífica a la española o a la checa, con respeto para todas las partes, sino unos terroristas sedientos de sangre al servicio de la CIA, a los que se les debe negar todo trato y cerrar todas las puertas.
Para el Departamento Ideológico del Partido Comunista, que es la cabeza intelectual de la policía política, la mejor estrategia para mantener el régimen intacto y sin hacer concesiones a la voluntad popular, que claramente desea cambios profundos del sistema tras más de cincuenta años de desastres, consiste en sostener la inexistente rivalidad y contradicción entre una Cuba heroica que no puede bajar la guardia, asediada por Washington con el auxilio de unos cuantos canallas que quieren modificar el sistema para liquidar a sus enemigos a sangre y fuego y revertir los supuestos logros de la revolución. De donde se deduce que con esos tipos siniestros, tanto los disidentes dentro de la Isla, como los exiliados que se califican como demócratas, no puede haber ningún tipo de relación, salvo el desprecio y la denuncia. Por eso la andanada oficial contra Pablo Milanés, a la que ahora, vergonzosa y oblicuamente, se une Silvio Rodríguez.
Lo curioso es que esta crispación artificialmente alimentada desde el poder no es nueva en la historia de Cuba. En 1878, cuando se firmó la paz tras una década de guerra entre mambises y españoles (y los criollos que los apoyaban), los enemigos de la reconciliación decían que era imposible la convivencia armónica entre adversarios que se habían hecho tanto daño en el campo de batalla. Pero no fue así: unos y otros, por lo menos hasta 1895, hasta que la intransigencia colonial hizo imposible una evolución pacífica, se integraron en partidos políticos enfrentados en el terreno cívico sin que se produjeran actos significativos de venganza protagonizados por los cubanos o los españoles.
El mismo fenómeno volvió a ocurrir en 1902, tras la inauguración de la República de Cuba propiciada por Estados Unidos después de su victoria frente a España en la Guerra del ‘98. En efecto, entre 1895 y 1898 había ocurrido otra guerra fulminante y terrible, dirigida a sangre y fuego por Valeriano Weyler al frente del ejército español, pero cuando los cubanos asumieron el mando del país, lejos de vengarse de los españoles residentes en la Isla, dueños de casi todos los circuitos comerciales, lo que hicieron fue darles un abrazo a los enemigos de la víspera, reconciliarse con ellos y propiciar la inmigración de más españoles. Nunca fue más numerosa, positiva e influyente la sociedad española en Cuba que en el primer tercio del siglo XX, cuando el país era independiente.
Lo que quiero decir es que el odio permanente no es un rasgo de la mentalidad social de los cubanos como pretenden los defensores de la última dictadura comunista de Occidente. En 1933, los cubanos derrocaron a un dictador, el general Gerardo Machado, y ya en 1940 los machadistas formaban parte del juego político nacional y tuvieron una amplia representación entre los representantes del pueblo que redactaron la Constitución de 1940.
Si en la década de los ochenta, sin ningún éxito, insté a Silvio Rodríguez a desertar y denunciar al régimen, hoy le pido que recapacite, como ha hecho Pablo Milanés, y en lugar de dinamitar los puentes, se dedique a construirlos para que la totalidad de los cubanos, y no sólo un puñado de comunistas dirigidos por una dinastía militar de carácter familiar, puedan expresar libremente sus preferencias políticas para comenzar sin ira la transición hacia la libertad.
Sería útil que Silvio comprendiera que cuando Pablo habla de reconciliación, en realidad está ejerciendo un derecho poco recordado pero inmensamente importante: el de la libertad afectiva, también conculcado por la dictadura de los Castro. Un régimen que secuestró el corazón de los cubanos y los obligó a cortar todo tipo de lazo con los exiliados o los desafectos, ya fueran hermanos, hijos, padres o amigos, está lleno de odio. Un régimen que convirtió a los homosexuales en detestados enemigos del pueblo y los maltrató y encerró en campos de concentración, como antes habían hecho los nazis, es la representación del horror moral y la barbarie. Un régimen dedicado a disgregar a la población, en lugar de predicar la confraternidad entre la inevitable y bienvenida variedad, que decreta el odio como norma de convivencia y combate el perdón y la reconciliación, es un régimen muy enfermo.
La sociedad cubana, Silvio, necesita urgentemente superar esta etapa, pasar la página y construir una Cuba futura con todos y para el bien de todos, como quería Martí, en la que nunca más el gobierno se apodere de las emociones de los ciudadanos y les dicte a quién deben querer y a quién deben rechazar. Los cubanos, Silvio, tienen que recuperar la coherencia ética y renunciar a esa lacerante doble moral que los tortura. La libertad afectiva no es una figura retórica. Es una necesidad básica del espíritu. Es el componente clave de la felicidad individual.