QUE EL ÁNGEL DE LA JIRIBILLA LOS ACOMPAÑE.

lunes, 24 de agosto de 2009

LA CIUDAD DE LAS SOMBRAS


Si nos hablan de este sitio, pensamos en un lugar exótico, alejado del mundo; hermético en su relación con otros países, del que casi no se habla y no sabemos nada. Uno de los pocos sobrevivientes del Comunismo. Un país que desafía al Universo y escandaliza, a veces, con sus maniobras militares. Pero nada sabemos de su gente, de la forma de vivir. Intuimos una sociedad cerrada, con poco turismo y marcado por una férrea ideología.

Pero, ¿ qué pasa, en realidad, en Pyongyang?

Pyongyang, la ciudad de las sombras
Pablo M. Díez
Vestidos todos con los mismos trajes oscuros "tipo Mao", los habitantes de Pyongyang, la capital de Corea del Norte, deambulan como sombras por esta ciudad de amplias avenidas casi vacías e imponentes edificios grises de estilo soviético. Viniendo de China, donde sonríen hasta los albañiles que levantan rascacielos en el duro turno de noche, sorprende la tristeza norcoreana.
Sin mostrar ningún tipo de expresión en su rostro, larguísimas filas de personas esperan el autobús o a que abra la tienda estatal, refugiados en sus más íntimos e impenetrables pensamientos. O caminan sumergidos en algún libro, posiblemente escrito por el "padre de la patria", Kim Il-sung, para pasar desapercibidos un día más. Se trata de la misma máscara asiática que, según cuenta en su libro "Viajes con Herodoto", vio Kapuscinski en 1957 en la China de Mao.
Y es que, en un Estado bajo la sospecha permanente y plagado de informadores, lo peor que le puede pasar a alguien es destacar y sobresalir de la uniformada masa, lo que enseguida despertaría los recelos de un régimen que muchos tildarían de paranoico.
Por eso, y por los guías que acompañan en todo momento al extranjero que visita Pyongyang y que le impiden andar solo, es imposible hablar con libertad con un norcoreano. Agachando la cabeza o apartando la mirada, la gente apresura el paso cuando uno - y su guía, convertido también en otra sombra de la ciudad - intenta entablar conversación.
"Son muy tímidos", dicen los guías, pero a nadie se le escapa que sólo salir del anonimato ya le puede acarrear un disgusto al norcoreano de a pie. "¿Por qué habrán elegido a éste?", "¿Qué les irá a decir?", "¿Será peligroso?", "¿Se irá de la lengua?", deben pensar los guías-vigilantes, quienes optan por la solución más fácil: espantar al individuo en cuestión, quien, por cierto, se marcha aliviado para volver a esconderse entre la masa.
Desde sus autobuses escolares, sólo los niños, todavía inocentes, saludan sorprendidos al ver a un extranjero. Aún no son sombras en esta alucinante ciudad que es Pyongyang.
Aunque Corea del Norte es uno de los países más pobres del mundo, nadie lo diría a juzgar por su capital, Pyongyang. Convertida en el escaparate del régimen que pilota el caudillo Kim Jong-il, hijo del “fundador de la patria” Kim Il-sung, esta ciudad de dos millones de habitantes destaca por sus grandes bloques de viviendas de arquitectura soviética, sus lagos donde la gente acude a pescar y sus interminables vías urbanas despejadas de tráfico.
De hecho, y si no fuera por los ojos rasgados de sus habitantes y por los caracteres en coreano que adornan sus murales con motivos revolucionarios, cualquiera podría pensar que ha aterrizado en una ciudad de Europa del Este, pero hace treinta años.
Atrapada en el tiempo por el derrumbe del bloque comunista, Pyongyang sigue anclada en el próspero pasado que vivió en las décadas de los 70 y 80, cuando recibía divisas y petróleo procedentes de la Unión Soviética y tenía su mercado natural en los países satélite.
En este sentido, todas las construcciones más emblemáticas de la ciudad, arrasada por los bombardeos americanos durante la guerra civil (1950-53), fueron levantadas durante esa época. Gracias a la habitual movilización de la población por parte del régimen, en pocos años se construyeron barrios enteros como el de Kuangbok, edificado con motivo del XIII Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, que se celebró en 1989 y reunió a miles de delegados procedentes de las naciones socialistas.
Dicho distrito cuenta con calzadas de cien metros de ancho que hoy permanecen prácticamente desiertas y pomposos recintos como el circo de Pyongyang y el Palacio de los Niños de Mangyongdae.
Expresamente para tal evento también se creó la avenida Chongchun en el área de Mangyondae, donde en un par de años surgieron un gran estadio y nueve polideportivos de estilo retrofuturista, cada uno especializado en un deporte, que hoy aguantan en pie un tanto ajados.
Mientras la capital de Corea del Sur, Seúl, había demostrado al mundo su extraordinaria evolución económica, tecnológica y social gracias a los Juegos Olímpicos de 1988, Pyongyang se embarcaba en faraónicos proyectos justo cuando el comunismo empezaba a dar sus primeros estertores.

En forma de lujosos palacios, grandes centros de congresos, enormes avenidas y descomunales estatuas, en la capital norcoreana abundan los monumentales ejemplos de culto al líder, pero ninguno refleja tan bien esta fallida megalomanía del régimen como el Hotel Ryugyong.

En principio, esta siniestra pirámide de 330 metros de altura, que no desentonaría en una oscura película de ciencia ficción, iba a ser el mayor recinto hotelero del mundo al contar con 105 plantas, que fueron levantadas en apenas un par de años a finales de los 80.

Pero la caída del Telón de Acero en Europa y la desmembración de la URSS dejaron a Corea del Norte en la bancarrota y redujeron al Hotel Ryugyong a una grotesca mole de cemento y hormigón enclavada cerca del Monumento a la Victoria en la Guerra de Liberación de la Patria.
Su figura, coronada por una grúa justo en su cima, sobresale todavía hoy amargamente en el horizonte de Pyongyang como uno de los más estrepitosos fracasos del régimen, hasta tal punto que estaba prohibido fotografiarlo hasta hace poco tiempo y sólo retratarlo ya enerva a los guías norcoreanos.
En este régimen que se enorgullece de hacerlo todo más grande y más alto que el resto del mundo, el Hotel Ryugyong tiene el dudoso honor de figurar como la décima construcción más elevada del planeta. Vacío como está y abandonado, es sin duda el mayor monumento al despilfarro jamás erigido por el hombre.
Además, la capital cuenta con otros dos grandes hoteles especialmente concebidos para atender a los poco más de 3.000 turistas extranjeros que visitan el país cada año. Uno de ellos se halla en las torres gemelas del edificio Koryo, ubicado en la céntrica calle Changgwang y que cuenta con un restaurante giratorio en su piso número 40.
Más moderno y lujoso aún es el Hotel Internacional Yanggakdo, otro rascacielos que se alza sobre un campo de golf en una isleta en medio del río Taedong. Quizás por estar separado de la ciudad, y por tanto fuera de la vista de los norcoreanos, en la planta baja de este hotel incluso funcionan un casino regentado por una empresa de Macao y un salón de masajes donde, por 130 euros, también se ofrecen prostitutas chinas. Dos actividades, en teoría, prohibidas por la ley en Corea del Norte, pero que han encontrado su refugio en este recinto para “satisfacer a los visitantes”, puesto que a los nacionales no les está permitido bajar a tan tentador y peligroso sótano.
Mientras tanto, en las calles de Pyongyang, interminables filas de transeúntes, todos con trajes muy dignos en los que predominan los tonos oscuros, aguardan en las paradas del tranvía o del trolebús, viejas antiguallas de museo que datan de los años 60 y 70 y que parece imposible que puedan seguir circulando.
A falta de vehículos privados, prohibidos por el Gobierno, los transportes públicos viajan siempre abarrotados de público. Para regular el exiguo tráfico rodado, compuesto exclusivamente por coches oficiales o camiones de empresas estatales, no hay semáforos en los cruces, puesto que el ahorro de electricidad es una prioridad tan vital para el régimen que las farolas no se encienden desde hace años y las calles permanecen a oscuras al caer la noche.


Por eso, y en lugar de semáforos, en las intersecciones de las vías urbanas se colocan atractivas y maquilladísimas guardias urbanas que, ataviadas con gafas de sol y uniformadas de azul, dirigen el tráfico de la ciudad con movimientos robóticos tan rápidos y contundentes que deben descansar cada 45 minutos.
Algo más animado es el tránsito de pasajeros en el metro de la capital, donde una pancarta con la proclama “Larga vida a Kim Jong-il, hijo del siglo XXI” da la bienvenida a la céntrica estación de Pu Hung (Enriquecimiento).
Mientras las escaleras mecánicas descienden lentamente hasta los 130 metros de profundidad que tiene este suburbano de dos ramales, concebido también como un refugio contra posibles bombardeos americanos, por los altavoces del hilo musical se escuchan canciones en honor del “Querido Líder”.
Ya en los andenes, el metro de Pyongyang sorprende por su parecido con el de Moscú debido a sus elegantes columnas de mármol, sus doradas lámparas de araña que penden del techo abovedado y sus murales con motivos proletarios y retratos del “Gran Líder” Kim Il-sung. Los vivos colores de dichos retratos, que funden extrañamente el estilo de propaganda soviética con la iconografía “pop” de los 60, contrastan con los tonos negros, marrones y grises de los trajes que visten los habitantes de Pyongyang, que suelen llevar la chaqueta tradicional abotonada hasta el cuello ("dat gin yang bok").
Por todo ello, este metro destaca entre las sombras de Pyongyang y hace olvidar el incierto destino que aguarda a Corea del Norte al final del túnel. Pero las dudas quedan despejadas de inmediato al visitar la Maternidad de la capital, un hospital de 13 plantas y 1.500 camas que fue inaugurado en 1980. Aunque el régimen presume de las 165 gemas y piedras preciosas que adornan un mosaico en el suelo de su vestíbulo, no pudo sustituir la única máquina de rayos X del centro, que databa de su apertura, hasta finales de 2005.
Junto a este aparato, de fabricación italiana, el hospital ha comprado en Alemania su primera máquina para realizar mamografías, varios aparatos de ecografías y 150 incubadoras, que resultan cruciales para asegurar la supervivencia de los bebés.
Debido a las penurias que viene sufriendo el país desde hace quince años, y sobre todo a la “Gran Hambruna” que azotó a Corea del Norte entre 1995 y 2000, la desnutrición se ha cebado sobre su población y el peso medio de los recién nacidos se ha reducido drásticamente desde los tres kilos que registraban en la década de los 80 a poco más de dos kilos en la actualidad. En 2004, el 34,7 por ciento de las madres sufría anemia y, como consecuencia, un tercio de los recién nacidos eran prematuros, según la ONU.
Tal y como explicó un responsable de UNICEF que trabaja en el país, pero que no puede tener acceso a numerosas zonas vetadas por el Gobierno, “menos de dos kilos y medio indican desnutrición”.
Las organizaciones de ayuda humanitaria también denuncian que el 57 por ciento de los norcoreanos no comen lo suficiente e ingieren menos de la mitad de las calorías que una persona necesita para sobrevivir al día, por lo que el 35 por ciento de la población está expuesto a padecer enfermedades por falta de proteínas, grasas y micronutrientes, así como por las abundantes infecciones provocadas por el agua contaminada y las deficientes condiciones sanitarias. Un cúmulo de circunstancias que ha provocado que, durante la última década, la esperanza de vida de los norcoreanos se haya recortado desde los 73 hasta los 68 años.
Estos datos explican por sí solos que las enfermeras deban turnar cada cierto tiempo en las incubadoras a los bebés prematuros de la Maternidad de Pyongyang, que yacen en sus cunas alineadas extremadamente pequeños y delicados. Tan frágiles como el futuro que le espera a Corea del Norte.

lunes, 17 de agosto de 2009

NO ES PURA COINCIDENCIA

Abraham Lincoln (12 de febrero de 1809 - 15 de abril de 1865) fue el decimosexto Presidente de los Estados Unidos y el primero por el Partido Republicano.Como un fuerte oponente de la expansión de la esclavitud en los Estados Unidos, Lincoln ganó la nominación del Partido Republicano en 1860 y fue elegido presidente a finales de ese año. Durante su período, ayudó a preservar los Estados Unidos por la derrota de los secesionistas Estados Confederados de América en la Guerra Civil Estadounidense. Introdujo medidas que dieron como resultado la abolición de la esclavitud, con la emisión de su Proclamación de Emancipación en 1863 y la promoción de la aprobación de la Decimotercera Enmienda a la Constitución en 1865.

Algunos historiadores han planteado el carácter apócrifo del famoso Decálogo de Abraham Lincoln. Escrito hace más de 150 años, el Decálogo propició la plataforma de la Declaración de los Derechos de las Naciones en la ONU.

Hoy, más que nunca, toman una revelancia trascendental estos diez puntos. Los presidentes de todos los países deberían tenerlo en su cabecera.

Y si les hace recordar lo que sucede en Cuba, no es pura coinicidencia.

DECÁLOGO DE ABRAHAM LINCOLN

1- Usted no puede crear prosperidad desalentando la Iniciativa Propia.
2. - Usted no puede fortalecer al débil, debilitando al fuerte.
3. - Usted no puede ayudar a los pequeños, aplastando a los grandes.
4. - Usted no puede ayudar al pobre, destruyendo al rico.
5. - Usted no puede elevar al asalariado, presionando a quien paga el salario.
6. - Usted no puede resolver sus problemas mientras gaste más de lo que gana.
7. - Usted no puede promover la fraternidad de la humanidad, admitiendo e incitando el odio de clases.
8. - Usted no puede garantizar una adecuada seguridad con dinero prestado.
9. - Usted no puede formar el carácter y el valor del hombre quitándole su independencia (libertad) e iniciativa.
10. - Usted no puede ayudar a los hombres permanentemente, realizando por ellos lo que ellos pueden y deben hacer por sí mismos.

lunes, 10 de agosto de 2009

¿ QUIÉN ES PITIBUCHI?

Hace dos años decidí convertir a pitibuchi en un blog donde confluyeran la Literatura, el Arte, el humor y la presencia siempre viva de mi Isla agonizante. En este tiempo he visto con satisfacción que me han leído con gusto desde varias partes del mundo. Quiero agradecer a todos los que siguen mis textos en la red, los conocidos y los desconocidos que entran desde los más recónditos lugares del planeta. La morada de pitibuchi continuará su camino mientras uds. la tengan entre sus preferencias.

Efectivamente, pitibuchi nació en La Habana. Pero, ¿quién es? ¿de dónde salió tan peregrino nombre? Era una tarde cualquiera y Jorgito y yo íbamos por Escobar, de regreso de su casa. Un auto, parqueado en una esquina, ostentaba la famosa marca: Mitsubishi. Miré a mi alrededor y surgió el nombre, mi nombre. Porque pitibuchi estaba en aquellas calles, más cercano que la extranjera marca. Recorría los espacios y se fundía a la desesperanza.

Y, entonces, brotó el cuento.



EL PITIBUCHI, EL DRAGÓN Y LA CIUDAD MALDECIDA

A Jorgito

La ciudad resistía aletargada en su miedo. Las vacaciones habían comenzado viciadas por un indefinible halo de perplejidad. Todo había concluido sin haber nacido y los engendros estaban merodeando las circunstancias. Por primera vez, amaneció un cielo vacío. Un cielo vacío en una ciudad que se vicia con su terror es un signo de la indiferencia y el desasosiego. El silencio constituía el blasón de cada amanecer porque las palabras se sustituían por relámpagos, descargas inusitadas de una energía vencida.

Cada habitante vigilaba el ciclo de vivencia de sus congéneres. Por siglos, la ciudad habitaba las horas recreando al pitibuchi. Nacido de las manos de todos y alimentado con colores, el pitibuchi se había convertido en el ídolo del raciocinio. Dañar al pitibuchi creaba un estado incierto que se prolongaba hasta la muerte de una porción de la ciudad. Los enceguecidos oradores ignoraban los resultados: querían ignorar los resultados. Al cabo de segundos, la muerte se cambiaba por tambores y renacían nuevos grupos de creyentes.

Nadie se atrevía a describir al pitibuchi. Era tanto poder que su sola presencia colmaba cualquier deseo. El pitibuchi solía cazar sortilegios y su esperanza era un bálsamo para los océanos encabritados. Todos creían haber visto, alguna vez, al pitibuchi, pero en realidad desconocían su rostro, su materia, sus designios. El pitibuchi era un milenario sueño concretado. Un milenario sueño tan irreal como la supuesta concertación de los sueños. La voz del pitibuchi era motivo de comentarios. Con sólo un lexema y un gesto, la ciudad temblaba y caía agonizante a sus pies. Entonces, no valía pensar. El pitibuchi se transformaba en corriente, en marea, en posibilidad ignota para eliminar los mitos.

Pero aquellas vacaciones el cielo amaneció vacío y la ciudad comenzó a temblar. Más que revelación o espíritu de agredir, la ciudad se vistió con su miedo. Quizás era imposible de comprender por la majestuosidad de su conclusión. O quizás, sencillamente, era tan protozoica, que la estirpe del pitibuchi la minimizaba. Lo cierto se obligaba a lo irreconocible: el dragón había roto su coraza.



Olvidó su ropaje cuando la ciudad comenzó a suicidarse. Villorio o plaza, las imágenes se superponían con la imprevisible desazón de los lunáticos. Sin límites ni sosiego, tan voraz como su distante nacimiento, se percibió la agonía simiesca de la similitud. Ya no se podía caminar por el muro que contenía al dragón porque la última puerta se había abierto y el guardián había sido devorado por la avalancha de putrefacciones. El dragón intentaba ser el dueño de la ciudad y los habitantes sacudían su modorra apelando al aburrimiento. Era el único, tal vez desesperado ente, que se atrevía a palpar lo que recordaba. El dragón prohibió rememorar y la ciudad moría de nostalgias. Despaciosa, pero segura, recorría el trayecto al patíbulo. Todo era brumas y el rugido casi poético de aquel dragón envejecido, contenido entre muros durante siglos y que ahora había decidido actuar, despertaba instintos eternizados. Un dragón sin espejos que había convertido a la ciudad en un bosquejo de fantasmas.



La niebla rodeaba la salida, la única y la última salida permisible. La antigua combinación que abría su puerta ya no existía. Cuando las consignas lo permitieron, la puerta dejó camino libre a la ciudad. Alguien quiso saber el misterio de la puerta. Y se lo revelaron. Quiso conocer la forma de abrirla. Y le fue entregada la mágica destreza para hacerlo. Quiso entrar. Y fue el rey de las delicias hacia lo desconocido. Quiso ser el primero, el constante, el elegido. El mar entonces abatió la puerta y la niebla fue apagada por un incendio de multitudes. El tiempo calmó el oleaje pero la ciudad jamás rescató la calma. Con mucha sapiencia, la puerta volvió a delimitar su espacio con el mar habitando sus dominios. Ya no existía combinación para abrirla y su cuidado fue asignado a víboras que recorrían el lugar con desespero. Fue entonces que se convirtió en la salida, la única y la última salida permisible.
Había que aprender a amar y odiar. La ciudad sólo anhelaba amar. El pitibuchi ignoraba ese otro sentimiento sepultado que vagaba en los rostros. Y lo buscaban con la perenne confusión de saberse errados. Desde su raíz hasta lo invisible, la ciudad engendraba un dolor absoluto por la luz. Les habían vedado todo resplandor para cubrirlos de flores. El pitibuchi creía enorgullecer a la ciudad con el afán de los jardines. Cuando fue jardín creó las cercas. En los tiempos de las cercas no existían los jardines. Y era una pusilánime ciudad de juguete rodeada de cercas, con un muro que soportaba al dragón y una puerta sin custodio.


- Hay que matar al pitibuchi.
- No. Hay que matar al dragón.
- Hay que derribar las cercas.
- No. Hay que destruir las puertas.
- Hay que icinerar los rostros.
- No. Hay que construir máscaras.
- Hay que llenar el cielo.
- No. Hay que destruir el vacío.
- Hay que ahogar el silencio.
- No. Hay que alimentar la luz.
- Hay que odiar el amor.
- No. Hay que amar el odio.
- Hay que matar al pitibuchi.
- No. Hay que revivir al dragón.
- Hay que matar al dragón.
- No. Hay que revivir al pitibuchi.


El primer rugido sacudió cada espera y sobre la ciudad comenzó a llover cenizas. El pitibuchi y el dragón se perseguían sabiéndolo, ignorándolo, presintiendo que un encuentro indicaría el desplome. El pitibuchi lo imaginó. El dragón lo dijo. En los pasos de ambos el itinerario era un suave amanecer de penumbras. La ciudad temblaba con la suposición de que pudieran fusionarse. El pitibuchi doblaba una esquina y las calles se cubrían del dragón. El dragón desgarraba un edificio y los parques se disfrazaban de pitibuchi. Como una mariposa extraviada, la ciudad huía del futuro. Un olor incierto a un miedo incierto sustituía cualquier pauta de los sueños. A la ciudad le estaba vedado soñar mientras el pitibuchi y el dragón prosiguieran su persecución sin salida, en un ciclo irreversible. Fue entonces cuando la ciudad, saturada de terror, se llenó de armas.



Los laberintos usurpaban cada resquicio de la ciudad. El dragón arrastraba sus esperanzas casi sin comprender que la perpetuidad de su especie se había extinguido. Creía abrir los ojos cuando en realidad desgarraba su misterio. En cada ventana un reloj derretía su configuración mientras las agujas caían en el olvido. El dragón respiraba desesperación entre columnas de papeles que hacían agonizar a la ciudad. Nadie podía comprender a esta ciudad ahogada. Los elefantes habían salido a pasear con rosas en las solapas un mediodía de hambre y jamás habían regresado. La ciudad calmó su apetito pero siguió vacía. El silencio, como llovizna imperecedera, extendió su dominio sobre la ciudad. El silencio, el eterno silencio, el nuevo silencio, heraldo de maldiciones.

No había desenlace porque jamás había habido comienzo.